Parece una cruel casualidad que la semana terminara ayer con el Día Mundial contra los accidentes de tráfico. Es paradójico porque precisamente el martes pasado se produjo un choque en la avenida Blasco Ibáñez que se cobró la vida de dos jóvenes, al parecer por la irresponsabilidad de una de las implicadas.
Aunque este caso no está resuelto, no sería el primero ni el único en el que la acción inadecuada de un conductor acaba con la vida de una persona inocente. Tanto es así que algunos prefieren hablar de ‘violencia vial’ en paralelismo con la ‘violencia doméstica’.
Esa similitud, aunque no convierte ambas situaciones en equivalentes, sí se da en el hecho de producirse víctimas evitables a manos de un desaprensivo que no respeta la vida del otro. Sin embargo, hay otro aspecto que las diferencia.
Me refiero a la actitud social hacia quien causa esos daños, incluso hacia sí mismo. Cuando hablamos de violencia de género ya existe concienciación para el aislamiento social al que debemos someter al maltratador. Es cierto que aún no se produce del todo ese rechazo pero las campañas institucionales insisten en la necesidad de hacerle saber a quien se comporta así que no es bienvenido en la comunidad.
Por el contrario, cuando hablamos de violencia vial, no solo no existe ni rechazo ni campaña oficial contra el ‘maltratador de la carretera’, sino que nosotros mismos dejamos de afear la conducta cuando una persona cercana presume de batir récords en la carretera o de cometer esta o aquella infracción.
Esa gente es ‘maltratadora’ de los demás conductores: les acosa por ir lentos, les pita o les hace gestos aludiendo a su falta de pericia y conduce poniendo en riesgo a todos los demás. Es, también, gentuza a la que censurar públicamente. No es un mérito conducir de ese modo aunque uno presuma de salir indemne. Es una actitud delictiva, digna de ser denunciada o, como mínimo, afeada.