Los insultos directos no me gustan. Cualquiera pensará que es una obviedad pues el insulto no es plato de gusto para nadie y tendrá razón, pero cuando digo que no me gustan los directos me refiero a los burdos, sin pulir, sin sacarle punta, sin creatividad ni lirismo, sin grandes esfuerzos. En una palabra, llamar idiota al idiota.
Para faltar al otro yo prefiero un poco más de trabajo, de esfuerzo neuronal, de riqueza léxica, de ritmo y cadencia, o sea, los versos de Cyrano de Bergerac. Y al finalizar, os hiero.
Hasta para insultar hay que ser elegante. Es cierto que el insulto no casa bien con la elegancia pero evidenciar las torpezas del enemigo de forma poética y dejando el trabajo sucio a la ironía sutil requiere dotes y cultura, cosa que no necesita el llamar idiota al idiota.
Por eso me molestó escuchar ayer en el Congreso a Mariano Rajoy diciendo aquello del «inútil total» y «caradura» para el ministro de Fomento. Ni siquiera cuando supe que la frase no era suya sino de Rubalcaba en una reencarnación anterior, me consolé. Una todavía aprecia el combate dialéctico que pone el acento en ‘dialéctico’ y no en ‘combate’ pero eso forma parte de otro tiempo, quizás también de una reencarnación mía anterior. Allá por el XIX o principios del XX.
Entiendo que lo mejor de la sesión fue el revuelo hipócrita de las filas socialistas ante tamaña ofensa, válida cuando la usan los propios e inaceptable cuando lo hacen ‘los otros’. Es algo a lo que ya nos tienen acostumbrados los políticos tanto en las Cortes Generales como en Les Corts Valencianes.
Pero sigo insistiendo en que la ofensa no era tanto al ministro como a los hablantes de lengua española y residía en la cutrez del «inútil total», no en su uso parlamentario. La figura de Rubalcaba se presta a un ejercicio de pura reconvención histórica, plagado de epítetos hermosos a la par que pendencieros. Una joya echada a perder.