Me produce escalofríos la sentencia por el caso Seseña. Si hasta ahora recurríamos al “Rafita” para ejemplificar los límites de la Ley del Menor, ahora tendremos un nuevo caso. Tan desconcertante para los padres como la aplicación de la Justicia en la muerte de Sandra Palo y tan referencial para todos como aquel.
Con una norma que en su aplicación más dura supone apenas cinco años de internamiento para la chica que mató a Cristina Martín, se nos hace difícil aceptar que esto es todo lo que la Justicia puede hacer para resarcir a unos padres destrozados, incapaces de entender lo sucedido.
El padre reclama la cadena perpetua. Qué va a pedir un padre si la realidad no le permite lo que más desearía que es volver a abrazar a su hija. Y es ahí donde la Ley parece no responder a lo que un sentido mínimo de justicia indicaría. No el enterramiento en vida, como él reclama, pero sí una punición más acorde con el daño causado.
Entiendo que la Ley del Menor busque la reinserción de un delincuente que apenas acaba de llegar a la vida y aún puede reconducirla pero lo hace desde una visión del menor que se corresponde con una referencia del siglo pasado. ¿Asesinar por una bronca del colegio o por la conquista del chico favorito de la clase? Ese tipo de comportamientos no son propios de unas niñas pero la condena impuesta, sí.
La pregunta es si debe ajustarse esa condena a los hechos ejecutados o a la condición del sujeto. El asesinato no es cosa de niños. No es razonable que un niño mate por eso si lo hace se está comportando como un adulto y quizás hemos de pensar en tratarle como tal. Sin extremos. Sin maximizarlo pero buscando un punto intermedio entre la edad adulta y la adolescencia criminal.
Si hace unos meses debatíamos sobre la capacidad de una adolescente para descartar una vida en la interrupción del embarazo, no es descabellado revisar el trato como adultos en otros asuntos.