Pancreatitis, infartos y aumento de peso. En los últimos años cada Navidad tenemos que escuchar advertencias médicas que nos recuerdan lo obvio. ¿Es necesario que nos digan que el exceso es malo para la salud? ¿O que nos aconsejen comer dieta blanda entre comilona y comilona? ¿O depurar con caldos y frutas?
La respuesta es afirmativa cuando vemos cómo los centros de salud se llenan de gentes en estos días con problemas de estómago por los abusos. La actitud es similar a la de quien conduce habiendo bebido: sabe de sobra que la conducción no es compatible con el alcohol y sin embargo cree que controla la situación. Como si su organismo fuera distinto al de los demás.
En esto sucede algo así. Hay quien cree que pasarse con la comida y la bebida no tendrá consecuencias en forma de reflujos, acidez o malestar general. Se sabe pero se ignora sin medir las consecuencias.
A eso hay que añadir otra cuestión más difícil de controlar. Es el papel que la comida representa en nuestra cultura: una forma de agasajar, de celebrar, de ser cumplido con el anfitrión y de demostrar felicidad. Dar bien de comer y comer con ganas son interpretados en nuestro contexto como rasgos de educación y de afecto de forma que lo contrario es un gesto de desprecio o un modo de rechazar algo valioso.
Cuando la suegra insiste por tercera vez para llenar el plato lo hace con todo su cariño y en un intento serio de agradar al hijo cebando a la nuera aunque ésta pueda sospechar que se trata de una hábil maniobra para llamarle ‘vaca lechera’. Si no lo acepta, es descortés y, si acepta, demuestra que es capaz de atiborrarse como si nada. Difícil dilema.
Al día siguiente la conversación de madre e hijo discurrirá, sin duda, por esos derroteros: «¿que no le gustaba la comida a tu mujer?» O bien «ay, pobre, qué mal debe de cocinar tu mujer ¡si no has hecho otra cosa que comer!». El cualquier caso, pésima conclusión.