La prudencia y la virtud son, a juicio de Maquiavelo, cualidades necesarias en la buena gobernanza. De la virtud apenas quedan restos pero de la prudencia hace mucho que perdimos todo rastro.
No es común en la política valenciana. Habrá quien recurra al mito del gusto por lo barroco. No creo que sea eso pero es verdad que la prudencia no asoma a diario por estos lares, sobre todo cuando hablamos de Justicia.
El sobreseimiento de una causa judicial por defectos o cuestiones formales deja mal sabor de boca. Excepto al presunto, supongo. Es como una justicia interrupta. Ya sé que es una forma de evitar la injusticia que supone tener a una persona esperando durante años a que los jueces resuelvan y pendiente su vida de ello. Sin embargo, deja la sensación de que no ha llegado a hacerse justicia.
Parece como si la presunción de inocencia quedara congelada para la eternidad. La culpabilidad no ha quedado probada ni se probará pero la inocencia está ya tocada de por vida. Un mal resultado en cualquier caso, excepto para aquellos que se tiren a la espalda lo que pueden pensar o decir los demás.
Cuando además el sobreseimiento se produce por la prescripción del caso y se ha asistido, al mismo tiempo, a una dilatación continuada del proceso, la sospecha de que algo no ha funcionado como debiera es aún mayor.
Si a eso unimos declaraciones hiperbólicas y sobreactuadas como nos tienen acostumbrados los políticos valencianos de cualquier signo, el resultado es una profunda melancolía y bastante frustración.
Unos, durante años, han atacado como si el personaje fuera el Anticristo y hubiera que conjurar los demonios con titulares de prensa. Otros, cerrados los casos, se aprestan a conminar al enemigo a una retractación pública, si puede ser con ceniza sobre la cabeza en los escalones de la catedral. Y, al final, al ingenuo contribuyente le queda la sensación de que le han tomado el pelo.