La inocencia con la que los más pequeños creen en los Reyes Magos hace que sus caras emulen a la que Ali Babá pondría al abrirse la cueva llena de tesoros.
Cada mañana de Reyes los niños ven que misteriosamente su habitación o el salón de casa se ha llenado de regalos. No saben cómo pero es así. Y hasta creen haber oído algo. Es la primera sorpresa. Luego vendrá otra, aquella que nace al comprobar que los Reyes han traído el ansiado juguete. Y sus caras lo dicen todo: alegría, aturdimiento y gratitud.
Esa es la mejor recompensa para quien ha logrado que ocurriera. En ese momento se olvidan los apuros para conseguirlo, las renuncias materiales para que a ellos no les faltaran sus juguetes o las colas interminables para envolverlos de regalo.
Por eso en esta mañana de Reyes, desde hace unos años, pienso en quienes llevan la Casa de la Caridad, las Caritas parroquiales, el Banco de Alimentos o cualquier otra organización benéfica. Me gusta seguir llamándolas ‘benéficas’ aunque suene a antiguo y a burgués. Benéfico es que hace bien y esta gente hace el bien todos los días.
Como decía, en los últimos años les recuerdo en la mañana de Reyes porque si es preciosa la sensación de haber ejercido de Mago o Maga de Oriente por un día, debe de serlo mucho más dedicarse por completo a ello.
Quienes sostienen, trabajan o son voluntarios en este tipo de organizaciones son los Reyes Magos para muchos que necesitan de su ayuda. Conseguir que miles de personas tengan una comida caliente, que paguen su alquiler o que puedan cambiar a los niños de ropa interior sí es magia.
La solidaridad con la que unas familias acogen a los sobrinos en paro, con la que unos vecinos ayudan a la del tercero que se ha quedado sin prestación o con la que unos feligreses sacan adelante a los ancianos de la parroquia es un ejercicio de ‘realeza mágica’. Quienes lo hacen no llevan camello ni peluca. Ni falta que les hace.