Ya sabemos que Alemania es distinta a España; que lo que allí funciona no tiene por qué hacerlo aquí; que en nuestro país está demasiado arraigada la relación sueldo-IPC y que cambiarlo es complicado, pero de ahí a rechazar el factor ‘productividad’ hay un abismo.
Me refiero a las reacciones que ayer se produjeron en cuanto Angela Merkel sugirió subir los sueldos en función de la productividad de las empresas, no del IPC.
Sin duda, da pánico pensarlo viendo cómo funcionan algunas empresas en las que la pésima gestión está abocando al desastre a todos sus empleados.
Pero, además, resulta injusto teniendo escasa capacidad de intervenir para mejorar su productividad. Si ésta no aumenta por la torpeza en la gestión o por la inutilidad de quienes la dirigen y no por la efectividad de sus empleados ¿deben pagarlo sus trabajadores no solo soportando a un jefe del todo incompetente sino también un sueldo menor del que podrían obtener con un buen directivo?
Si llevamos la reflexión al ámbito político el panorama es más aterrador todavía. ¿Debe sufrir el ciudadano a un dirigente que no consigue mejorar la capacidad de un país para crear riqueza, que es el equivalente de la productividad a nivel político?
En el fondo, eso es lo que está sucediendo para nuestra desgracia. Sin embargo, hay una diferencia notable: a un político lo podemos mandar de vuelta al hogar por siempre jamás, en cambio a un mal jefe tenemos que sufrirlo sin remedio. Eso significa que ligar el salario a ese factor sería no solo terrible sino también injusto y desproporcionado.
Ahora bien, lo que preocupa es que los responsables de la CEOE, como su vicepresidente Arturo Fernández, den por hecho que eso de la productividad es cosa de alemanes. Si uno de los principales lastres de la economía española es que trabajamos mucho pero de forma poco productiva, lo dicho por Merkel no es más que una advertencia necesaria.