Ya sé que es inviable pero me encantaría poder votar como lo hacen en Castellfort. Allí, los 208 vecinos censados son candidatos en las primarias que se acaban de celebrar. Nada de megaestructuras en las que un grupo de poder decide las listas compuestas de algún que otro buen gestor y mucho arribista. Nada de grandes gastos para mítines inútiles. Nada de dedicar energías y dinero público para alcanzar o mantenerse en la poltrona.
Allí se miran a la cara y eligen al que creen que lo hará mejor. Se conocen de sobra. Difícil es, en un entorno como ése, engañar al vecino. Si se le ve actuar todos los días con su negocio, con su tienda, con su campo o con su familia, ¿qué milonga puede contar para convencer de lo contrario?
Si ayuda a los demás, si echa una mano a quien lo necesita, si ahorra hasta el último céntimo pero «para los críos, lo que haga falta», si es capaz de hacer sacrificios ¿cómo no va a ser un buen alcalde? Si no despilfarra en su casa, no parece probable que lo haga en el ayuntamiento. Y en cualquier caso, si así fuera, no tendrá demasiado recorrido porque en la siguiente convocatoria no estará blindado por ningún partido que lo ampare y mantenga aunque sea en un segundo plano para pagar favores debidos.
En el fondo es la esencia de la democracia, aquella que tiene lugar en una comunidad de gentes con intereses comunes que son capaces de dotarse de una persona de entre todos ellos, capaz de defender esa prioridad que todos comparten. Y de no hacerlo, su trayectoria se verá truncada por quienes esperaron de él y no obtuvieron sino un fracaso.
El problema es que ese esquema no funciona cuando las demarcaciones son tan grandes y no escogemos a un representante por barrio ni por distrito. Alguien que nos explique, como en el Reino Unido, qué ha hecho en concreto por nosotros y nuestras necesidades. Como la policía, los políticos también deberían ser de barrio.