Ya no acepto el discurso post-fallas políticamente correcto. Me refiero a ese relato mítico que habla de una Valencia, capital de Hogwarts, donde la varita mágica de Rita Potter consigue eliminar las cenizas y las basuras de los excesos falleros en apenas unas horas. No es cierto. Y hay que decirlo. Ya está bien de que los medios de comunicación se agarren a la cantinela del tópico. Valencia, el día 20 de marzo, no amanece limpia. Ni mucho menos.
Y no me refiero a las cenizas de los monumentos -casi podría decirse que eso es lo único que ya no existe- sino al resto de residuos. El domingo pasado, recién llegada de mi test personal de los 110 en autopista, me encontré con una Valencia sucia, con olor a orín y con restos de alcohol, vómitos, papeles y buñuelos pegados al asfalto que daba asco. Amén de las carpas aún montadas o de las calles cortadas.
Sé que lo fácil es quejarse de los servicios de limpieza pero éstos eran los únicos que se veían por las calles a las cuatro de la tarde. Mientras el resto dormía la siesta del día 20, ellos intentaban volver la ciudad a la normalidad. Sin éxito, por cierto, hasta varias horas y decenas de cepillados después.
Tampoco hay que mirar únicamente hacia el Ayuntamiento. Que Valencia se convierta por unos días en un lugar de excesos que la ponen perdida, no es solo responsabilidad de las autoridades sino de todos, ciudadanos y visitantes.
En esa tesitura siempre recuerdo a las monjas del colegio cuando nos preguntaban, al tirar un papel al suelo: «¿eso lo harías en casa? ¿A que no? Pues aquí tampoco». Lo malo es que hoy en día algunos responderían que sí a la primera pregunta.
Ahora que estamos debatiendo sobre el fin de semana fijo para Fallas, es momento de calcular también eso. Si nos merece la pena el gasto, el deterioro urbano y el coste de imagen para proyectar una Valencia de vanguardia solo por batir el récord de visitantes.