Nunca me he terminado de reconciliar con la parábola del hijo pródigo. Me refiero a esa que cuenta la historia de un padre que tiene dos hijos: uno, fiel, que permanece a su lado y otro, borde, que se marcha con su parte de la herencia para volver arrepentido después. La parábola evita la justicia poética y presenta a un padre enternecido por el regreso del hijo, capaz de perdonar así la afrenta cometida.
Mi problema con esa parábola era la sensación de injusticia que queda en el hijo fiel. Después de permanecer junto al padre y cuidar de su hacienda, llega el díscolo, habiéndose comido la herencia, y recibe el mismo trato, o mejor, por la pura alegría de un padre que recupera a su vástago perdido.
Siempre tuve la sospecha de que merece la pena ser la oveja descarriada porque, aun en el supuesto de regresar, la respuesta no es una bronca sino un abrazo.
Eso mismo me sucede ante los casos de ‘El Rafita’ y Sandra Palo o, ahora, ‘El Cuco’ y Marta del Castillo. Ante unas sentencias tan livianas, resulta difícil que un chaval considere mejor ser buena persona que delincuente. Ya sé que lo presento de forma extrema y que para un adolescente no es plato de gusto estar en un centro de internamiento. Sin embargo, resulta frustrante que las consecuencias de actuar bien o de actuar mal no estén realmente tan alejadas. Y, lo que es peor, tampoco los riesgos.
En ese marco hay que entender las declaraciones de los padres de Marta del Castillo que confían -dicen- en la justicia de la cárcel y no tanto en la de los tribunales. Es terrible pensar que solo el rechazo que entre los presos provocan los abusos a menores pueda resarcir a las víctimas. Sobre todo teniendo en cuenta que la Justicia también tiene esa finalidad.
El hijo fiel, de nuevo, ve cómo el pródigo no tiene que pagar una alta factura por su dislate porque le basta con ser hijo. Y ya no sabe si le compensa o no su fidelidad.