Llevamos varios días hablando de Liz Taylor y de sus ojos violeta. Todos han apelado a su condición de diva eterna. Sin embargo, yo ya no confío ni en los mitos de Hollywood. ¿Por qué habría de hacerlo?
Vivimos tiempos de desmitificación. Pero no es, como hace dos siglos, un intento por arrojarnos a los brazos de la Diosa Razón para olvidarnos de las ataduras de las leyendas míticas, sino todo lo contrario. Seguimos necesitando mitos pero no nos duran nada. Eso sucederá con Liz Taylor. Quedará en las enciclopedias de cine, en la memoria de los más mayores y en las hemerotecas pero prescindiremos de ella y de su recuerdo.
Lo pienso cada vez que me encuentro con algún chaval que desconoce a Mastroianni, a Henry Fonda o a Orson Wells. Creemos que las referencias de las nuevas generaciones son como las nuestras pero no es cierto. Y no solo es por incultura -que, a veces, también- sino por ausencia de necesidad. No es importante para ellos conocer los grandes nombres del cine universal. Les basta con saber quiénes son los protagonistas de los grandes melodramas actuales, esto es, los reality televisivos.
A eso hay que añadir, además, la ignorancia global. «Ignorancia global» es un término que uso para referirme a cómo la globalización pone en evidencia nuestra falta de conocimientos del mundo que nos rodea. Me di cuenta en Londres cuando algunos estudiantes japoneses o chinos no conocían la ‘Dolce Vita’, la ‘nouvelle vague’ o los spaghetti western. Me escandalizó pero luego pensé «¿y qué sé yo del cine japonés salvo Kurosawa o del cine chino salvo Zhang Yimou?». Nada. O casi nada. No podía, pues, quejarme de que los chavales orientales desconocieran la historia del cine europeo cuando los europeos no tenemos ni idea del cine oriental. O de su literatura actual.
Así pues Liz Taylor tendrá la eternidad de las momias. Quizás solo los profanadores de tumbas y los eruditos la recuerden.