En España nunca hemos llevado bien que algunos crean en dioses y otros, en sí mismos. La España religiosa es vista como un problema por la España atea y ésta termina por ser un quebradero de cabeza para la primera.
Y digo ‘termina’ porque llegar a serlo no es un hecho involuntario sino producto de dos procesos: el recelo constante de una parte de los creyentes que sospecha de todo lo que no comparte su punto de vista y la acción intencionada de otros recalcitrantes, de signo opuesto, contra todo lo que huele a incienso.
Esas dos Españas, de extremos, han llegado a enfrentarse en el siglo pasado con la violencia que conocemos y parecían haberse domesticado un tanto cuando llegó la transición. A ello contribuyeron como pocos Tarancón y una Iglesia católica dispuesta a ocupar un sitio en la sociedad por méritos propios, no por decreto. Por el otro lado, una izquierda razonable y respetuosa, al menos como para ganarse la aceptación en un entorno desfavorable, logró -manque les pese- el milagro.
Sin embargo en los últimos años se han recrudecido y retroalimentado en sus odios mutuos ambos contendientes. Grupos radicales que ven conjuras masónicas por todos lados y se agazapan detrás de líderes religiosos con o sin sotana se enfrentan a células de autodenominados ateos o de intolerantes en general. Lo digo porque los ateos, por su misma increencia, pasan olímpicamente de todo lo que suene a Dios. Incluso para hacer burla de ello.
En ese contexto no es extraño que mientras unos rezan al Sagrado Corazón de Jesús para desagraviarlo, los otros monten, como ahora, procesiones ateas. Es una iniciativa convocada para el Jueves Santo en Madrid con pasos dedicados -y ustedes perdonen- a la Virgen del Santísimo Coño (sic) y otras lindezas.
«Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón», decía Machado hace casi un siglo. Encogidito lo tengo yo.