Cuando los veo cada domingo arrancando el aplauso de la parroquia propia y dando carnaza a la prensa contra la ajena, solo me hago una pregunta ¿qué he hecho yo para merecer esto? Nos queda mes y medio de aguantar discursos huecos, insultos soterrados al contrario, promesas vanas y guerra sin cuartel para ganar no ya estas elecciones sino las siguientes.
Y ése es el problema. En realidad nos queda un año de campaña. Solo de pensarlo me entran vahídos. Ya sé que estamos acostumbrados porque continuamente nos sometemos a campañas de cuatro años pero la actual es a cara de perro.
Las peores campañas son las que anticipan un cambio del partido en el poder. Por eso las de 2004 no fueron descarnadas, porque las encuestas todavía no daban el triunfo a Zapatero, en cambio ahora sí dan una posibilidad a Rajoy.
Pero no absolutamente y eso es lo malo. En la izquierda se ha instalado el discurso de la duda y en la derecha el triunfalismo del «¡podemos!». Mientras haya una opción más clara que otra, los afectados podrán estar molestos pero las aguas bajan tranquilas, incluso aunque haya un paripé de sprint final como el de Alarte en la Comunitat. Sin embargo, cuando las fuerzas se igualan, se incrementa el volumen de estridencia, de presencia pública y de campaña peleona.
Eso sucede con las generales cada vez que se toma una decisión llamativa. Es como un hipertenso que consigue bajar la tensión a base de pastillas bajo la lengua. No es la solución excepto para un momento de crisis. Del mismo modo el PSOE logró acortar las distancias con el PP cuando hizo la remodelación del Gobierno y Rubalcaba sustituyó a De la Vega.
Ahora ha ocurrido algo similar. Con el anuncio de que Zapatero no se presentará a las próximas elecciones los socialistas vuelven a ganar ventaja electoral aproximándose a los populares. Lo que no sabemos es si el efecto les durará hasta mayo o no. Del año próximo, recuerdo.