A estas alturas todavía vive. «A Dios gracias», debe de estar pensando él mismo después de leer su obituario. No es fácil leer la propia esquela. De hecho, no es normal. Pero todo cambia, lógicamente, si alguien la publica antes de tiempo.
Eso es lo que sucedió hace un par de días con el pobre Manu Leguineche. Toda una paradoja que un señor del periodismo, un caballero andante de la información internacional se vea vapuleado por un mal ejercicio de su arte. Triste final para quien ha luchado toda su vida con ahínco con tal de mostrarnos cómo es el mundo, cómo es de verdad, no en su versión parcelada que nos llega cotidianamente.
La noticia saltó cuando alguien publicó que Manu Leguineche había muerto. Está enfermo, hacía tiempo que no se le veía y quien decidió integrarlo en los contenidos digitales no pensó que la noticia pudiera ser falsa.
Hasta ahí solo tendríamos un error más. También hubo quien se adelantó a la muerte de Don Juan de Borbón o quien mató antes de tiempo a Liz Taylor. De Zsa Zsa Gabor no hablamos porque sus amagos no son irreales aunque resulten anticipatorios.
En esta ocasión el problema no fue el error de una cabecera de prensa. Es cierto que al publicarse primero en la edición digital, existe la posibilidad de corregirlo y que la pifia no quede en las hemerotecas por siempre jamás. Sin embargo, el formato online también tiene una desventaja: la réplica inmediata. Todos los demás se lanzan a copiar y pegar con el consiguiente riesgo de difusión masiva de una falsedad. Como así fue.
¿Es inevitable? En absoluto. Si el comportamiento profesional tuviera el mismo rigor de siempre, pero en la Red muchos presumen de periodistas y no son más que copistas. Y ni siquiera amanuenses.
Se podría haber evitado simplemente confirmando el dato, lo que siempre ha hecho el buen periodismo. Lástima que al jefe de ‘la tribu’ le haya tocado vivir tiempos en los que prolifera el malo.