Me ha conmovido la foto que acompaña este post. Es del hijo de Ernesto Sábato ante el féretro de su padre.
Y me conmueve porque evidencia que no importa la edad ni la convicción de que la muerte está cerca. La pérdida es un dolor infinito y la separación eterna no hay madurez que la palie.
Es verdad que, con el paso del tiempo, se tienen más salientes en la montaña para agarrarse cuando uno cae pero el daño no hay quien lo evite.
Sábato tenía 99 años. Era tiempo ya para que su hijo se hubiera hecho a la idea de perderlo y sin embargo ahí está, desconsolado. Da igual. Ni aunque hubieran pasado 200.