Ayer fue un día feliz en la Iglesia. Excepto en la Iglesia valenciana donde la alegría de la beatificación de Juan Pablo II quedó empañada por la pérdida de quien fuera su prelado durante casi dos décadas, el cardenal García-Gasco.
Ambos hicieron posible que Valencia se proyectara al mundo con la Jornada Mundial de las Familias. Valencia se incluyó en el mapa -eso que tanto gusta decir a los políticos- como capital católica en aquellos tórridos días de 2006. La primera visita de Benedicto XVI a España.
El nuevo Papa entraba en España por Valencia y ese logro, que de haber sido obtenido en otro lugar hubiera sido ‘vendido’ como tal por sus políticos, aquí fue un arma. Arma para ganar o para herir, ideal para quienes toman el nombre del Papa en vano. De cualquier signo.
Me refiero a los que presuntamente se llenaron los bolsillos aprovechando una visita papal pero también a quienes pretenden llenar las urnas con su censura. A quienes se atrincheran detrás de cualquier purpurado y a quienes lo usan como argumento siempre rentable ante determinado público.
En Valencia lo hemos tenido todo. Del devoto al cura trabucaire. Y ambos han aprovechado el poder eclesiástico. Solo Dios sabe si viceversa también. Y ese intercambio, de producirse, nunca es bueno.
Lo pensaba ayer cuando la televisión autonómica emitía imágenes de Juan Pablo II en La Ribera, ahogada por las terribles inundaciones. Decía el reportaje que había estado con quienes sufría. Y me acordé de Benedicto XVI rezando por las víctimas del metro.
Los dos Papas intentaron confortar en la tragedia. No me extraña que luego la gente llore cuando se van. Eso significa ser pastor. Una cualidad que, ciertamente, no se exige al político. De él se espera algo más que consuelo, pero también consuelo. Una cuenta pendiente de este gobierno autonómico con las víctimas del metro. Aunque, como al Papa, haya quien las utilice. Que los hay.