Cuando un avión se estrella, todos nos sobrecogemos y pensamos en tantísimas víctimas que quedan para siempre en el recuerdo. Sin embargo, cada fin de semana o cada madrugada podemos ir sumando una a una víctimas del asfalto y llenar muchos aviones. Demasiados. Tantos que, de verlos juntos llenos de muertos, nos obligaría a replantearnos la aviación civil.
Sin embargo, somos inmunes a otras cifras. Nos eriza la piel la muerte trágica de 200 víctimas en el Atlántico o en las cumbres del Cáucaso pero no nos inmutamos ante lo que sucede cotidianamente en nuestras carreteras. Y, con frecuencia, de forma totalmente culposa y evitable. Nada que ver con un fallo mecánico o unas condiciones meteorológicas adversas en el vuelo.
El único momento en el que reaccionamos cuando se trata de violencia vial es ante cifras muy abultadas (el accidente de un autobús) o cuando se ven implicados famosos, niños o circunstancias especialmente dramáticas (la muerte de una familia por un kamikaze, por ejemplo).
Eso es lo que subyace a nuestra visión del accidente de Ortega Cano solo que en este caso, además, se une un tratamiento desproporcionado y preocupante a favor de una parte. Es cierto que nos conmociona la primera información que sitúa a un personaje conocido en una posición muy delicada y en grave riesgo para su vida. Sin embargo, la víctima peor parada hasta el momento es el otro conductor que perdió la vida en el choque.
Eso no hace mejor ni peor a Ortega; en todo caso debería hacernos reflexionar a quienes, en las primeras horas, nos olvidamos del fallecido que en toda noticia es la prioridad. Pero tampoco es de recibo que, sin tener datos concluyentes de la investigación, pidamos una condena hacia el torero, sobre todo, estando todavía en peligro su propia vida.
Por supuesto eso no es óbice para que se exijan las responsabilidades que sean oportunas pero con justicia, equidad y humanidad.