A los cinco días de decir adiós a mi perra Coco me fui a la Protectora y me traje a Whisky. Lo habían abandonado. De eso hace ya cuatro meses y aún estamos el educador y yo luchando para que supere el trauma. Cuando lo veo nervioso, asustado y capaz de ladrarle a las farolas de puro estrés, pienso en lo que tuvo que pasar para llegar a ese estado y mantenerse así durante meses a pesar de terapias, cuidados y mimos.
Lo saco dos o tres veces al día a pasear esquivando a otros perros para que no se altere más; evitando monopatines, bicicletas o carros del súper que tanto le asustan; dándole recompensas cada vez que deja de ladrarles o aguantando estoicamente que alguien me reproche su actitud. Cómo explicarle que estoy luchando para curar el daño que le hizo un criminal al dejarlo. El abandono es otro tipo de maltrato. Lo compruebo cada día.
Por eso llevo en medio del alma a Rex, el perrito al que prendieron fuego en El Pinós. Sé de las secuelas que no se curan solo regenerando la piel quemada. Imagino lo que deben estar pasando sus dueños, incapaces de reconocer en ese perrillo asustado al que ellos cuidaban hasta la brutal agresión. Entonces estaba relajado, feliz y seguro, convencido de que nadie quería hacerle daño. Ahora estará pasando un infierno. Estarán. También sus dueños. Es imposible convencerle de que el mundo no es hostil después de eso.
Porque lo es. Porque todavía hay criminales que salen impunes después de una salvajada así. Al presunto agresor de Rex lo han detenido. Pero pocos confiamos en que sirva para algo. En un país que defiende que los toros de lidia no sufren cuando les clavan las banderillas, por qué perseguir a quien le quema el lomo a un perro. ¿El perro sufre y el toro no?
No me convencerán de lo contrario. Los dos sufren. Lo veo cada vez que Whisky tiene un ataque de ansiedad. Pero ni la ley ni los jueces se matan por evitarlo.