El juicio al ex primer ministro de Islandia, aunque no llegue a nada, tiene una virtud extraordinaria: ha puesto sobre la mesa la cuestión de las responsabilidades, sus límites y la necesidad de responder sobre una actuación que no solo no ha favorecido a los gobernados sino que les ha perjudicado.
Estamos hartos de escuchar cómo la oposición pide que un gobierno asuma responsabilidades políticas por lo hecho o lo dejado de hacer. Eso significa sufrir el castigo o el premio en las urnas. Nada más. Y nada menos. Para un político perder el poder es lo peor que puede pasar, pero eso sirve de poco a los electores. Es cierto que con ello evitan que continúe una mala gestión pero nadie asume los costes de la realizada. Mejor dicho, nadie excepto los propios ciudadanos.
Podemos verlo en Grecia o Portugal. El enfoque es radicalmente distinto al de Islandia. Son los propios contribuyentes quienes están padeciendo el desgobierno de estos años. En nuestro vecino ibérico también los socialistas que gobernaban han sido despegados de las poltronas pero son los griegos y los portugueses quienes han de pagar, ver reducidos sus salarios o sus servicios públicos.
Aquí, sin llegar a los extremos de los países intervenidos también sentimos el yugo de la amenaza con propuestas de subir el IVA, con falta de recursos en las administraciones o con imposibilidad de acceder a créditos. Todo ello es fruto de una mala gestión.
Si el ex primer ministro islandés responde por no haber tomado medidas cuando se le advirtió ¿qué no tendrían que decir nuestros gobernantes que han negado la crisis reiteradamente? ¿Deberíamos exigirles responsabilidades penales por toda la gente que está sufriendo el paro, la desatención de un dependiente o la imposibilidad de formar una familia? Como mínimo habría que exigirles una compensación por daños morales. Pero ni picando piedra pueden pagar por lo que (no) han hecho.