El otro día decidí ver Tosca en la Plaza de la Virgen en lugar de hacerlo en el Palau de Les Arts. ¿Cómo, si no, iba a asistir a la ópera en zapatillas? Eso solo lo hago en casa, con la diferencia de que no encuentro a Zubin Mehta dirigiendo la orquesta por detrás del sofá.
Creo que fueron muchos los valencianos que pensaron lo mismo habida cuenta de que abarrotaron la plaza. Cuando llegué, las sillas estaban casi todas ocupadas y la fila para conseguir alguna de las vacías daba la vuelta al recinto. Intenté, pues, sentarme en una de las cafeterías con nulo resultado y terminé junto a unos Erasmus en una repisa de la Basílica.
Allí, bajo amenaza de lluvia columbina así como viandantes con niños llorones, móviles gritones y bicicletas justicieras, intenté disfrutar de la maldad de Scarpia y la pasión de Tosca. En vano.
No fue porque Scarpia no tuviera una cara de malo malísimo, que para eso lo habían maquillado como Jafar sino porque el sol me derretía las meninges y el entorno me invitaba a ver en Tosca una histérica empeñada en decirlo todo abriendo mucho mucho los ojos.
Sin embargo, a pesar de la dificultad, me encantó ver así la Plaza, con gente de pie y sentada en el suelo. No era Madonna ni Justin Bieber. Era Puccini. Y allí estaban los valencianos dispuestos a sufrir el último sol de la tarde con tal de ver la ópera.
Mientras Scarpia intentaba convencer a Tosca de que Cavadarossi le engañaba con otra, yo pensaba en la cantidad de valencianos que no van a la ópera solamente porque la ópera no va a ellos. ¿Era necesario un Palau o mejor invertimos ese dinero en un programa de difusión de la ópera a precio asequible para crear cultura y no solo para ofrecérsela a una élite?
Me encantó ver a los Eramus asombrados de que en Valencia haya ópera ‘free’ (gratis) en la calle. No quise decepcionarles y decirles la verdad, esto es, que no es frecuente. Es la excepción. Y es una pena.