El problema de la monarquía en la actualidad es que resulta difícil de justificar. Uno puede aceptar que entre todos haya uno que mande más. Por elección, como Sarkozy. También puede entenderse que uno tenga mayor capacidad de decisión. Por dinero y en su cortijo, como Botín.
Lo que cuesta más es admitir que una familia y una persona dirijan los destinos de una nación por pura genética. Por eso las monarquías contemporáneas hace mucho tiempo que sustituyeron el mando por el servicio. Así sí es entiende que, dada su notoriedad, el país se beneficie de su presencia y sus gestiones para favorecer la convivencia, las inversiones y su posicionamiento en el mundo.
Sin embargo, mientras en Occidente no se apela al carácter sagrado de un rey, en el contexto islámico, sí. Prueba de ello es Marruecos o la propia Arabia Saudí. Nada mejor que un poder bajado de lo Alto para ser incuestionable.
Por eso me ha llamado la atención con qué sutileza los marroquíes han eliminado la sacralidad del rey en su Constitución. Según la nueva Carta Magna, el rey es inviolable pero no sagrado. Ahora bien, la dificultad se presenta cuando se trata de explicar el cambio.
Si difícil es convencer al mundo de que un poder tiene origen divino, más complejo todavía es explicar cómo ha perdido esa condición. Si antes era sagrado y ahora, no ¿significa eso que ha perdido el favor de los dioses? Si antes tampoco lo era, ¿se ha estado engañando durante décadas cuando no siglos? La solución no es sencilla en ninguno de los casos.
La fórmula escogida para salir del paso ha sido vincular su carácter sagrado a su papel como pilar de la fe. El de Arabia Saudí, por ejemplo, es guardián de los lugares sagrados del Islam y solo con eso ya tiene un aura mística mayor que los demás. Del mismo modo Mohammed VI es cabeza de los creyentes y así, aunque sea sagrado, la Constitución no tiene por qué decirlo y problema resuelto.