Ya sé que el país entero estaba ayer pendiente del cara a cara entre Zapatero y Rajoy, sin embargo, hubo algo menos llamativo y de lo que se habló poco. Me refiero al entierro de dos soldados españoles asesinados en Afganistán.
La muerte de dos militares en una acción de guerra no es extraña. Forma parte de su trabajo. No es un accidente laboral. Es un riesgo inherente a su vocación. Por eso es menos polémico, más allá del análisis acerca de la oportunidad o no de mantener allí las tropas o de participar en una intervención militar.
Hoy todos los periódicos dedican páginas y páginas y columnas y columnas a hablar de lo que sucedió en el Congreso de los Diputados. Menos, a comentar la muerte de dos militares.
Ni siquiera tuvo el impacto de un número elevado de víctimas ni la presencia del presidente del gobierno por tener que acudir al debate del estado de la nación. Sin embargo, en pocos lugares hoy encontramos una entrega a España como podemos hacerlo en los militares. No me refiero al Ejército como institución, que también. Me refiero a esos hombres y mujeres que, por un sueldo discreto, por no decir otra cosa, y por una medalla menos reluciente que la de otros profesionales, ponen en jaque su propia vida y la felicidad de sus familias para los restos.
Justo cuando vemos cómo la sociedad, a través del 15-M o de otras vías, muestra su descontento por unos políticos o unos bancos que buscan más su beneficio que el interés general, aún podemos mirar hacia los militares quienes, sin alzar la voz, siguen cumpliendo su tarea.
Y a mí me cuesta entender cómo lo hacen. Ya sé que es porque creen en algo superior: en el servicio por encima de todo. Servicio es un palabra olvidada en nuestra sociedad y aunque me repele la violencia y la necesidad de los ejércitos o el gasto en armamento, no puedo dejar de quitarme el sombrero ante estos caídos. Y ante la generosidad de sus familias.