Nunca he sido de las de mirar y criticar lo que se ve por las playas. Me refiero a lo que un día fue terso y ahora se desparrama o simplemente lo que nunca debió estar pero siempre estuvo. O sea, los michelines y lorzas de cada cual. Lo mismo puede aplicarse a los musculitos de gimnasio que impresionarme, impresiónanme poco. Será porque el único grupo de células que me interesa es el que hace conexiones con dendritas o entre sístole y diástole, en sentido figurado.
La cuestión es que nunca he hecho caso de si éste aparece en una revista o aquella protagoniza el baño del verano en triquini. Ni siquiera cuando es Aznar y su ‘tableta de chocolate’. Será que a mí las tabletas me gustan con almendras y sin bigote. A poder ser.
Supongo que cuando se trata de un personaje famoso que vive de su imagen es importante esa foto en bañador a la orilla de la playa enseñando lo bien que se cuida y, por ende, lo bien que puede quedar en un reportaje, en una película o en un calendario Pirelli.
Sin embargo, con los políticos mi primera reacción es de sorpresa. ¿Qué me importa que Aznar esté gordo, flaco, cachas o fofo? Y lo mismo para Zapatero, Rubalcaba o Sarkozy. Si tienen grasas innecesarias será porque son mortales como muchos de sus compatriotas. (Algunos, a tenor de lo que me encuentro en el antiguo cauce cuando voy con mis perros y se cruzan ante un atleta olímpico, no lo son. Esos medallistas del Turia son semidioses que miran con desprecio a los parias que no corremos).
Decía aquello tras leer las críticas a Leire Pajín y sentir vergüenza ajena. No por sus lorzas, que bien suyas son, sino por los hipócritas cotillas decimonónicos que censuran a una ministra de Sanidad por no tener un cuerpo 10. También lo hicieron con Salgado insinuando trastornos alimentarios. Que la critiquen por ir de vacaciones abusando de su cargo me parece muy bien. Pero por sobrarle kilos, es inaceptable.