Ya sé que la salida de Alberto Oliart de RTVE no responde solo a la contratación de la empresa de su hijo, según cuentan, sino que es el final de un camino espinoso que han recorrido tanto él como la corporación desde su nombramiento.
Sin embargo, lo que me llama la atención en casos así es el momento en el que se produce la dimisión. Ayer, sin ir más lejos, conocimos también la de Alfredo Nascimento, ministro de Transportes de Brasil, que renuncia por fraude en licitaciones públicas. Y tantos otros que desbordarían esta columna si nos pusiéramos a recordar. Algunos, incluso, están muy cerquita.
La pregunta es ¿por qué llegar a la dimisión cuando un político se ha implicado en una actuación ilegal o inmoral? Es evidente que, de ser cierto, el único factor que le lleva a renunciar es el conocimiento público, esto es, el miedo a quedar mal y dejar mal a otros cuando el escándalo salte a la opinión pública. Por eso me da tanta vergüenza.
Esas dimisiones, en el caso de que se demuestre el comportamiento inapropiado, son deshonrosas, no lo contrario. Ni siquiera dimitir en ese instante limpia la imagen ni la conciencia. Simplemente no la ensucia más ni perjudica a la institución pero el sujeto resulta igualmente impresentable.
Por eso no puedo aplaudir la dimisión en ese caso. Es digna la renuncia que se produce en una situación de absoluta inocencia cuando el personaje en cuestión comprueba que la sola sospecha ya daña a la institución que representa pero ¿una dimisión cuando uno se ha lucrado? No es la dimisión lo que hace falta sino el control previo, el autocontrol por parte del implicado y la destitución cuando se conoce.
De otro modo, si no se sabe, no se deja. Me recuerdan a los pillos romanos que suben sin billete al autobús y bajan por la puerta trasera cuando ven al revisor. Para evitarlo, últimamente suben dos funcionarios y no dejan bajar a nadie. Hasta multarles.