Hay portavoces y portabocazas. Rubalcaba era un genio en el primer caso; José Blanco, un Nobel del segundo.
Quizás su nombramiento no ha sido un error estratégico como algunos pudieran pensar. Tener a Blanco lidiando con los periodistas es la mejor forma de quedarse en las palabras, de entretenerse con los gestos y de evitar pensar en los contenidos. José Blanco, en sí mismo, no es una cortina de humo, es el telón completo de la Scala de Milán bordado en oro.
Para mí es como el antihéroe, esa versión opuesta a la que todos esperamos del superhéroe. Si éste puede con los malos, es fuerte, capaz e incansable, el antihéroe es un trasto, no llega a nada y resulta melifluo y vulnerable. Es como comparar a Spiderman con Mr. Bean. José Blanco es, pues, la versión mediterránea del desastre británico.
No niego que su aspecto y su expresión sean los dos primeros motivos de poca credibilidad en su mensaje pero su aspecto no es algo relevante pues tampoco Rubalcaba era un dechado de belleza y sin embargo daba impresión de seriedad. No es el físico, que allá cada cual, sino el gesto. No es su nariz respingona o sus ojuelos ‘pizpiretos’ tras la operación lo que dan esa impresión bobalicona, es lo que dice y cómo lo dice.
Rubalcaba era el maestro de esgrima oral, un Richelieu del verbo capaz de zafarse con ironía sutil de una pregunta molesta. Blanco es su aprendiz, torpón y juguetón a quien solo le falta Merlín dándole collejas por detrás.
No es solo porque en su primera aparición confundiera el nombre del baloncestista Ibaka con ‘Ikea’ sino por el modo de contestar en la rueda de prensa posterior al consejo de Ministros. Eso significa el lenguaje no verbal que apenas controla, desde la media sonrisa que se le escapa, hasta la forma de apretar los labios cuando se pone tenso.
A Rubalcaba lo mejor era sacarle del guión. Es cuando se mostraba más brillante. Blanco, todo lo contrario.