Recuerdo bien el 11-S porque fue un día en el que dije una de las frases más estúpidas de mi vida. He dicho muchas a lo largo del tiempo, por tanto es difícil seleccionar una sola, pero ésa fue especialmente idiota.
Por entonces era responsable de los estudios de periodismo en mi universidad y el decano nos había convocado a una reunión después de comer. Ese día nos juntamos varios compañeros a disfrutar una paella en Náquera y yo tuve que dejarla antes de hora para acudir al despacho del jefe. En el trayecto puse la radio del coche y escuché que algo grave pasaba en el World Trade Center. Se había estrellado un avión y, mientras aparcaba, supe que ya eran dos.
Entré en la reunión y alguien comentó que un tercero había caído pero no se sabía nada más. Al salir, a mitad de tarde y tras varias horas concentrados en preparar el curso, vi a un grupo de profesores en torno a un aparato de televisión y solté la estupidez en tono jocoso: «¿qué? ¿cuántos llevamos?», refiriéndome a los aviones. Me lo tragué. Me tragué el comentario idiota del que me arrepentiré toda la vida.
Me acerqué a la televisión y empecé a ver las imágenes que no había visto hasta ese momento. Y a escuchar los datos. Los llamamientos a que la población donara sangre porque se temía que hubiera miles de heridos. La incredulidad de los servicios sanitarios porque no llegaban heridos a los hospitales. La constatación, por fin, de que no era necesaria tanta sangre. De que solo había muertos. Miles.
Recuerdo que me senté allí y se hicieron las ocho o las ocho y media de la tarde. Ni lo sé. No quedaba nadie. Solo sé que se me había encogido el alma y no podía evitar las lágrimas viendo todo aquello. Viendo las mismas imágenes una y otra vez. Quería irme a casa. Tenía miedo y me preguntaba ¿continuará esto? ¿hasta cuándo? ¿y qué va a pasar después? Y empecé a rezar. Al menos eso compensó la estupidez con la que empecé el día.