Cada vez que un gobierno ve cómo las agencias de calificación rebajan la solvencia de su país, apelan a lo dudoso de su procedimiento, a un error o simplemente a que no responde a la realidad, como dijo el otro día Berlusconi.
Sin olvidar que esas agencias se han autoconcedido el rol de dioses enjuiciadores, lo cierto es que la respuesta de Berlusconi resulta preocupante. La realidad. Parafraseando a Pilatos, habría que preguntar ¿y qué es la realidad?
Obama sugiere recortar ayudas agrícolas; Aguirre dejar de ver la educación como gratuita y Rubalcaba, que paguen los ricos para que no «la paguen» los jóvenes. La cuestión a la que se llega reiteradamente es a la conciencia de que la realidad es un agujero negro del que desconocemos casi todo.
¿Hasta dónde pueden llegar las presiones de los mercados? ¿Hasta dónde hemos de recortar para que los inversores tengan confianza? Nadie lo sabe pero yo ya sospecho que no hay límite. Estamos viviendo una invitación a la anorexia financiera. Nunca es bastante. Nos miramos al espejo y seguimos viendo un exceso de gastos por todas partes. Aunque estemos en los huesos. ¿O no?
Cuando se anuncia un recorte tras otro en un tenebroso goteo sin pausa no solo nos damos cuenta de que el estado del bienestar se ha acabado, aunque nos resistamos. También de que los inversores nunca estarán satisfechos. ¿Por qué habrían de estarlo? Si se trata de ganar más, ¿para qué marcar un límite?
Ese límite, como al enfermo, ha de señalarlo y controlarlo un experto. En este caso, la autoridad política. Si hace falta adelgazar hagámoslo bajo control médico, que una cosa es una dieta de mil calorías y otra, no comer.
De lo contrario, corremos el riesgo de dejarnos la vida en ese frenético intento por eliminar gastos. En una dieta hay que reducir grasas, no nutrientes. En el gasto público, hay que recortar la administración duplicada, por ejemplo, antes que otras partidas.