Cuando este verano leí la denuncia de la oposición municipal sobre la falta de limpieza en Valencia, pensé que era eso, otro grito alarmista de la oposición.
¿Cómo podía Valencia estar sucia si la limpieza era bandera del feudo de Barberá? ¿Cómo podía haber cambiado su imagen ‘la mar de neta’ por ‘la mar de bruta’? Sin embargo, me fijé y, a fuerza de verlo con mis propios ojos, me convencí.
Para mí es fácil. Paseo a los perros dos o tres veces al día. De ese modo, tengo ocasión de fijarme en si un jersey azul tirado junto a un contenedor aparece al día siguiente y al otro y al otro sin que pasen las brigadas de limpieza.
Igualmente, mis horas suelen coincidir con sus horas de trabajo y puedo decir que no he visto a ninguno vaguear. Lo sé porque uno de mis perros, Solete, tiene miedo a los carros y, cuando los veo, parezco Mario Bros saltando de acera en acera para sortearlos y que no empiece a ladrar a las siete menos cuarto de la mañana. Si dedicaran el tiempo a carajillos, no serían para mí un problema. Por eso, porque los he visto sudar en agosto la gota gorda, la fría y hasta la que colma el vaso, quiero romper una lanza en su favor.
Como los perros se dedican a olisquearlo todo, una tiene la costumbre de ir mirando el suelo no sea que encuentren un hueso de pollo o intenten marcar su territorio en sitios que no permite ni la ordenanza ni una mínima higiene social.
Así, la conclusión no es solo que se limpia poco sino que algunos ensucian mucho y de forma totalmente gratuita. Empezando por dueños de perros incapaces de recoger sus ‘recuerdos’ de una acera.
Podemos seguir con botellones en parques públicos acompañados de alitas de pollo, pizzas y hasta paella o toda suerte de papel, clínex, envoltorio o tapón de corcho. El inventario es mérito de Solete. Él es más limpio que muchos ciudadanos respetables: hace sus cosas en imbornales y, si no, se sienta hasta que lo recojo.