Uno de los aspectos de la política que más agradezco desconocer son los tejemanejes de las listas electorales. Ya sé que producen muchísimo morbo en estos días; que nos llevaríamos sorpresas de ver cómo se las gastan algunos y de que nos ilustraría sobre lo que después votamos pero, precisamente por eso, prefiero no saberlo. Quizás, de conocer los detalles, me lanzaría a votar nulo al grito de «yo por mi voto, mato» escrito con sangre en mi papeleta y a ver quién es el guapo que no lo añade después en el recuento.
Por eso puedo imaginarme los cuchillos cortando el aire en las sedes de los partidos. Yo creo que hasta huele a sangre por los alrededores de Blanquerías o Quart. No hay más que ver a algunas corporaciones del PSOE plantándose chulescas ante la posibilidad de que un ex ministro encabece su lista o a la propia Rita Barberá negándose a hacerlo en la de Valencia.
La primera situación está resultando traumática pues se trata del partido que tiene muchas recolocaciones que hacer. Los militantes locales ya perjudicados por los ajustes derivados de las pérdidas del poder municipal o autonómico ven cómo los ministros o sus adláteres quieren los puestos que asegurarían su supervivencia.
La segunda es el caso de Barberá que no llamaría tanto la atención si no hubiera reclamado cariñitos de Génova hace unos días. Lo cierto es que no debería parecernos extraño en la medida en que la acumulación de cargos no es buena: ser diputado en el Congreso de Madrid, síndic en Les Corts y responsable de un ayuntamiento, diputación o consellería debería ser incompatible. Pero no por purismo ni por duplicar gastos sino, simple y llanamente, porque si pueden hacer el trabajo de tres, que supriman dos cargos. Sobran.
Cosa distinta es el transfondo de esta decisión concreta. Yo me alegro de que mi alcaldesa se vuelque en la ciudad pero no me gusta que la dirección nacional ande huraña con ella.