Nunca he sido ‘shopaholic’, un término que usan los anglosajones para referirse a la adicción a las compras. En mi caso, solo los libros me pierden pero como lo hacen por sí mismos y no por el deseo de tenerlos en mis estanterías, mi mal se me presenta a veces en bibliotecas. Es una ventaja: en lugar de quemar la VISA lo único que consigo es quemar el carnet de lectora. Mucho más barato, sin duda.

Por eso llevo un par de meses preocupada por mi renovación material: que si las lámparas de casa, que si el coche, que si el ordenador, que si las gafas, que si el móvil. ¿Soy yo o me han inoculado un virus Shopping 3.0? Reconozco que nada es al azar: un coche de 15 años, un ordenador de 4 o unas gafas customizadas por mi perro Whisky en un alarde de creatividad canina requerían una intervención urgente.

Pero hay más. Y ayer descubrí qué era al conocer las declaraciones del ‘trader’ británico que anunció en la BBC la hecatombe económica para los próximos meses. El tipo, feliz de hacer dinero, dijo que los ahorros de millones de personas se iban a volatilizar. Entonces me di cuenta de lo que me pasaba: quiero gastar. Es como en las guerras medievales en las que los vencidos quemaban los campos y las casas para que así al menos las tropas invasoras no pudieran llevarse nada. Contra la rapiña, es mi lema actual.

Si es cierto que los ahorros desaparecerán quiero, al menos, verles la carita cada día cuando me suba al coche o encienda las lámparas. Es más, se compra chalet, apartamento y/o caserón rural. Ofertas, en mi blog. Ya sé que el ladrillo no está en su mejor momento pero no quiero que tipos como el tal Alessio Rastani, que así se llama el gachó, se enriquezcan a mi costa.

Dice la vicepresidenta en funciones que es un inmoral. Lo es. Es indecente que sueñe con una debacle que está derrumbando la vida de tantos. Pero además da pena. El dinero le hace feliz. O sea, no lo será nunca.