Afortunadamente mis perros son abstemios. Gracias a eso puedo pasear entre los restos del botellón sin temor a que vuelvan a casa con la correa atada en la frente y ladrando el «Asturias, patria querida».
Solo me pongo tensa cuando Solete, que es el más rastreador, huele entre las bolsas de basura por si encuentra huesos de lo que fueron alitas de pollo del Kentucky. No es lo más frecuente. El botellón deja un rastro de bebida antes y después de su degustación, por decirlo finamente, pero muy poca comida.
De hecho Whisky, que va delante, apenas se para ante las toneladas de botellas, vasos y bolsas de hielo vacías. Y eso que reconozco esperar el momento en que acerque el hocico a una botella de Cutty Sark en una búsqueda infructuosa de sus propias raíces etimológicas. No suele ocurrir.
El único que se divierte ante semejante porquería es Solete que juega con los vasos de plástico como si fueran sus huesos de cuero para los dientes, aunque miedo me da que un día tengan restos de alguna sustancia dopante y me mantenga de paseo non-stop por la ruta del bakalao de viernes a lunes sin pararnos ni para marcar el territorio.
El paseo por la Valencia post botellón los viernes o los domingos es desolador. No solo por la suciedad sino por lo que refleja. Reconozco que haber estudiado en un colegio de monjas me ‘programó’ para no tirar un papel al suelo hasta el extremo de llevarme en el bolsillo el turno de la carnicería si no dispone de cestita de mimbre donde depositarlo. Cualquier cosa antes que dejarlo caer. Menos mal que lo mío no es comer gambas en una barra de bar. No ganaría para tintorería.
Ni tanto ni tan poco. Sobre todo -y más allá de las razones que tienen que ver con el consumo excesivo de alcohol- porque la impresión que da la ciudad es terrible. Por eso entiendo a los hosteleros que se quejan. Mi primera impresión cuando fui a Sao Paulo fue ésa. Y prometí no volver.