No sé si a los adolescentes de ahora les habrá impresionado la muerte de Steve Jobs aunque sospecho que sí la de Michael Jackson o la de Amy Winehouse. Son muertes de ídolos en plenitud y con carreras llenas de éxitos por delante, que permanecen en nuestra memoria tan jóvenes como queramos recordarlos.
A los niños les impresiona porque la muerte no se les suele hacer presente a menudo; porque no les parece razonable que desaparezcan antes de tiempo y porque experimentan el ‘nunca más’ que acompaña a una despedida definitiva.
En mi infancia, hubo tres muertes de personajes famosos que me conmocionaron: la de Fofó, la de Félix Rodríguez de la Fuente y la de Chanquete.
La de Fofó fue la primera que recuerdo -tenía 6 años- cuando aún llevaba coletas y veía a la familia Aragón al volver del cole. Era el payaso más querido de la tele porque era como una versión divertida de los abuelos. Entrañable, cercano y siempre cautivador como solo los payasos saben ser. Era imprescindible en las tardes de pan con chocolate frente a la televisión en blanco y negro.
Otra fue la de Félix Rodríguez de la Fuente, inesperada y dura. Todos le lloramos al son del ‘Amigo Félix‘ que cantaban Enrique y Ana. Se nos había ido el amigo de los animales. Sin preverlo ni imaginarlo. Con él volvimos a sentir la orfandad.
Luego llegó la de Chanquete. Ya me pilló adolescente; de hecho se cumplen ahora 30 años de la emisión de ‘Verano azul’, luego yo andaba por los 13 años. Ya sé que esta última era ficción pero dolía igual porque, por entonces, era difícil distinguir la persona del personaje y la historia de los chavales de Nerja con la de la propia pandilla.
En efecto, Chanquete nos encogió el corazón como si fuera de la familia. Y aunque España entera se emocionó entonces, fue algo beneficioso para los más pequeños. Conocer las tres muertes lo fue. Era un modo de aprender que la vida es también final y despedida.