Será porque me va el ‘pensat i fet’. O porque el verano se está haciendo eterno. El caso es que no me gusta ni la fruta fuera de su temporada ni preparar la Navidad en manga corta. Tanta previsión me aburre. Cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento, dice el saber popular. Y en efecto, en mi casa, Adviento es el tiempo del arroz con acelgas. Con su nabo, su garrofón y su patata.
En eso pensé cuando vi en el supermercado un madrugador lote de turrón. Ya sé que no es el primer indicio de que la Navidad está ahí pues el más tempranero siempre es el dato de que la Lotería ya está a la venta en pleno mes de agosto. Aunque no veamos todavía el anuncio ni la nieve alrededor de los décimos.
El del turrón viene con la proximidad de Todos los Santos que también he visto anunciado. No en una oferta de flores para el cementerio, sino en un cartel de una fiesta de Halloween o un catálogo de disfraces de gran superficie.
Aún estamos a mediados de octubre y ya nos hablan de noviembre mientras avistamos diciembre en lontananza. Es como comenzar el verano y toparse de frente un anuncio de la vuelta al cole.
Tanta anticipación no puede ser buena a la larga. Es verdad que ayuda a preparar etapas complicadas antes de que lleguen. Nada mejor que adelantarnos en las compras, en la previsión o en la programación de días en los que todos hacemos lo mismo.
Sin embargo, es una forma de vivir menos el tiempo que toca vivir. Es la antítesis del ‘slow life’, la versión global del ‘slow food’. Este movimiento nació para contraponerse a la ‘fast food’, la comida rápida. Frente a ello, disfrutar de la mesa y de la sobremesa. Sin urgencias. Sin agobios.
Así debería ser el tiempo y el calendario. Disfrutar del verano que aún arrastramos y hacerlo del otoño, del entretiempo y del mes de octubre. Personalmente, me niego a comprar turrón para Navidad. Si lo compro ahora, es porque me gusta todo el año.