Admito que hay paellas que me merecen la cadena perpetua revisable, como pide Rajoy. Una servidora, sin ir más lejos, puede dar fe de varias.
Una, la de su tesis doctoral porque la defendió en Madrid y ya se sabe que allí hay quien se empeña en que los valencianos nos hagamos el harakiri después de probar un arroz presunto.
El mío fue mixto. Eso no significa que hubiera profesores y profesoras. No. Significa que había carne y pescado en el mismo plato y cocido con el mismo arroz. Lo sé: de lesa humanidad, si el caso llegara a Nüremberg.
Otra, la que jueves a jueves le ponían en la Complutense mientras hizo el doctorado. Los jueves, en Madrid, hay paella. Eso dicen. Y yo -cómo no- era animada a comerla al grito de «¡mira, hoy tienes paella!», como si eso fuera una gran noticia para una valenciana en la meseta.
En definitiva que en mi birrete de doctora debería llevar una cuchara de madera en lugar de un pompón. Marcado estará para siempre mi título por el arroz a la madrileña.
Por eso entiendo que esas paellas debieran llevar a sus autores y/o sus mentores a Picassent. Pero de ahí a considerar un crimen la paella de los domingos hay un abismo.
El mismo que han cruzado alegremente los de Greenpeace de Inglaterra alegando que las paellas valencianas están manchadas de sangre. Ellos lo dijeron en un vídeo bajo el eslogan de la «paella podrida» para mostrar que la flota pesquera española está arrasando la flora y fauna del mundo entero.
Piénselo. Quizás el arroz que se comió ayer sea responsable de la muerte de peces en El Hierro. Ni volcán ni volcana. El arroz del senyoret del que usted no dejó ni un grano es un arma de destrucción masiva.
Y no digo que no haya prácticas cuestionables pero de ahí a criminalizar un plato ajeno por completo a la piratería hay todo un Canal de la Mancha. Será que allende Calais, el “fish and chips”, orgullo nacional, se hace con verduras y tubérculos.