El problema de Somalia es que no tiene el petróleo de Libia ni el glamour de la revolución egipcia en la plaza Tahrir.
Cuando veo la forma como la comunidad internacional se felicita por el fin de la dictadura libia, me pregunto por qué no aplican los mismos principios en todas las dictaduras. Por ejemplo, cuando citan como argumento, para apoyar a los rebeldes, que Gadafi estaba masacrando a su pueblo. No digo que no pero también los gobiernos corruptos de Somalia lo hacen a base de matarlo de hambre y de obligarle a salir de su tierra para encontrar comida o para sobrevivir a la matanza indiscriminada.
Sin embargo, ahí la comunidad internacional se limita a enviar ayuda humanitaria. ¿Por qué no intervenir? Porque no tiene interés estratégico.
Por eso me repele todo el discurso oficial sobre la muerte de Gadafi y cómo reconvertir un acto violento en un triunfo de la democracia. No lo es. La democracia, precisamente, es la superación de la violencia en la gobernanza. Se me podrá decir que a veces la democracia tiene que hacer uso de métodos coercitivos para imponerse o que necesita limitar el acceso de los antidemócratas para sobrevivir. Y es cierto.
Ahora bien, volvemos al mismo punto. ¿No tienen los somalíes derecho a decidir por sí mismos, eso sí, después de haber evitado la muerte de sus hijos por inanición? Permitir día a día que mueran ciudadanos de este planeta por falta de alimentos habiendo de sobra es un acto de desvergüenza de la comunidad internacional. Ni siquiera han sido capaces de reunirse en aquella cumbre prometida para abordar la hambruna en el Cuerno de África. A pesar de haber encontrado momento para discutir una y mil veces sobre el rescate a Grecia.
No soporto más discurso autocomplaciente sobre la muerte de un dictador mientras existan otros, jaleados, financiados o permitidos por Occidente allá donde no hay más que raíces secas en lugar de petróleo.