Ya han pasado la euforia inicial y la emoción. La reacción natural a un anuncio deseado como el que ETA quiso que aceptáramos: el «cese definitivo» es la expresión mágica, la bomba de humo -perdón por el símil- que esconde un comunicado inaceptable.
Todo en ETA es inaceptable, todo es insultante y vergonzoso. No hay nada en ella que se salve en tanto en cuanto nace para imponer la dictadura del terror. Y ahora que dice terminarla sigue siendo siniestra y preocupante. Lo único aceptable es su desaparición, el reconocimiento del daño causado, pedir perdón y dejar a los vascos y al resto de españoles vivir en paz. Y en libertad.
No me fío. Ustedes me disculparán pero han sido tantas esperanzas puestas en el final de la serpiente y tantas veces defraudadas que cuesta aceptarlo. No quiero ser agorera. Deseo de todo corazón equivocarme. Nada me alegraría más que tragarme mis palabras y mis dudas pero no termino de confiar en que el camino iniciado lleve al final. O al menos que no lo haga sin dolor.
El dolor es inherente a un proceso de cambio como el que se avecina en relación a ETA. Es extender a toda la sociedad la experiencia que ya han tenido las víctimas no solo de sufrir el asesinato o su intento a manos de una banda de indeseables sino la convivencia con el autor.
Los españoles tenemos que acostumbrarnos a que esos tipos estarán a nuestro lado. Ya sé que algunos irán a la cárcel. Lo espero. Los que merezcan la pena por mucho proceso de paz que se inicie. Pero los hay y los habrá sentados en los parlamentos, en las instituciones y en el bar.
Es el ambiente asfixiante que está lejos de finalizar. Aquel que identifica vasco y nacionalista como si no pudiera existir un vasco no nacionalista. Esa ecuación siguen defendiéndola no solo los ‘batasunos’ sino también el PNV. Lo difícil no es solo terminar con ETA sino desmantelar un discurso público que ‘entiende’ sus razones.