Critican que el mercado se haya convertido en un dios al que adorar; que no existan más que la codicia y el afán por tener y enriquecerse a costa de los más débiles e incluso han alertado acerca de los peligros que esa injusticia plantea para la aparente estabilidad que vivimos.
Piden que haya una autoridad internacional que vigile para que los países dominantes no se impongan a los países necesitados y que lo haga en el marco de la ONU y no de la actuales entidades que no han sabido regular la vida económica.
Exigen, por último, que la recapitalización de los bancos se haga siempre y cuando en éstos sea más que evidente un comportamiento virtuoso que, por lo que sabemos, ha estado muy lejos de ser la norma moral en estos años.
Parece un manifiesto de ‘indignados’. Quizás muchos de ellos lo suscriban e incluso lo hayan pedido ya en sus acampadas. Sin embargo ellos lo dijeron antes aunque sean pocos quienes hayan querido escucharles. Es el problema de su firma. No les acarrea aplausos. Más bien al contrario. Insultos o, como mínimo, un mohín de indiferencia.
Por eso no he querido poner sujeto en los primeros párrafos de este texto. Porque el sujeto hubiera hecho que se leyera de otro modo. O quizás que ni se leyera.
Tal vez usted está de acuerdo con lo que he dicho al principio. Yo lo estoy. Lo suscribo. Lo firmo y exijo que se haga. Y no me molesta sumarme a quien lo ha escrito y hecho público ayer mismo. Al contrario. Lo hago, más allá de mis creencias, por pura convicción. Lo diga Ulises o su portero, que diría el clásico.
¿De quién se trata? Se llama Turkson. Cardenal Turkson. Presidente del Consejo ‘Justicia y Paz’, un órgano de la Santa Sede que lleva décadas denunciando lo que ahora indigna a los del 15M y que lo acaba de recoger en un documento.
Lea ahora el inicio de la columna poniendo ‘los obispos’ o ‘la Iglesia’ antes de cada verbo. ¿Suena distinto? No tendría por qué.