En un solar de Russafa he visto un váter pegado a una pared. No son restos de una antigua vivienda hoy demolida. Es una acción reciente. Alguien lo ha pegado, ha escrito «Esto es la democracia» y ha pintado una cadena que une la frase al inodoro.
Resulta un tanto obsceno. Un váter en un espacio público siempre lo es, aunque sea una obra de Duchamp en un museo. Sin embargo, lo que llama la atención es el lugar elegido. Un recodo. No pretende exhibirse de forma estruendosa. Es ejemplo del hartazgo. Alguien vio el objeto en el contenedor cercano y lo pegó a la pared. Un artista. Cabreado, pero un artista.
Imagino que algo así ha pensado el chico que se ha declarado objetor para no estar en la mesa electoral. Yo lo entiendo. Cuesta aceptar como válido un proceso que tiene tantas deficiencias, pero resulta difícil asumir que su participación le suponga un problema de conciencia insuperable.
Si así fuera, a mí me pasaría lo mismo con el pago del IRPF sabiendo que parte de ese dinero se destina a comprar armas, a torturar y matar toros o a financiar abortos. Tengo serios problemas de conciencia cada vez que pago a Hacienda y últimamente cuando pago comisiones bancarias, cuando pago el recibo del agua y hasta cuando tiro la basura al contenedor. Nunca sé si mi aportación ayudará a engrosar las cuentas de un aprovechado, de los especuladores chupa-sangre o de las comilonas de un desalmado a cuenta del Estado.
A estas alturas, con lo que sabemos sobre las corruptelas de este país, pagar impuestos puede tornarse debate moral de primer orden si nuestro dinero tiene un fin poco ético. Es cierto que nos falta información y que, en cualquier caso, el mal uso no lo hacemos nosotros. Eso salva a Hacienda. Sin embargo, si ha tenido éxito la presión de los consumidores hacia un programa de televisión, ¿por qué no aplicarlo a las administraciones públicas hasta que devuelvan todo lo sustraído?