En España tenemos dos válvulas de escape: la Selección de fútbol y la Lotería Nacional. Gracias a ellos, no nos hemos desesperado, ni hemos salido a la calle masivamente ni experimentamos las tasas de suicidios de France Telecom.

Los chicos de ‘La Roja’ y el calvo de la Lotería son nuestras últimas esperanzas. Cuando todo falla, nos queda la ilusión. La que generan los ídolos del balón y la que anualmente nos insufla un papel de Loterías y Apuestas del Estado. Con los primeros imaginamos la gloria y con el segundo soñamos con ser ricos, aunque con la crisis, el sueño se quede en no ser tan pobres.

Por eso ando preocupada viendo los tropiezos de los chicos de Del Bosque en los últimos amistosos. Más de una vez he dicho en esta columna que no soy aficionada el fútbol pero viví con entusiasmo el Mundial y hasta se me escapó una lagrimita con el abrazo del Seleccionador a su hijo en la celebración de la Copa del Mundo. Sin embargo, sigo las peripecias de la Selección por tomar el pulso al entusiasmo colectivo.

Solo un Mundial como aquel pudo conseguir que asumiéramos sin traumas que estábamos realmente en crisis cuando nos la habían negado durante meses. Durante ese verano, se nos olvidó todo menos la tortilla o las cervezas con las que disfrutar cada partido en casa. El dolor podía esperar y creo poder afirmar sin equivocarme que los españoles fuimos felices. Siquiera por unos días.

Tal vez fue el último deseo del condenado a muerte. El cigarro del que va a ser ajusticiado. Ésa es la razón por la que no quiero ni imaginar que España haga un mal papel en sus próximos compromisos. Nuestra autoestima no nos permitiría vivir con eso. Sería lo más aproximado a un nuevo Desastre del 98.

Por si fallara, siempre nos quedará la Lotería que -dicen- se vende más que nunca. No hay más que ver cómo se agotó el 11-11-11 de la ídem. El invierno, pues, puede comenzar no el 21 sino el 23 de diciembre.