A los 18 años, tenía dos deseos por cumplir ligados a la mayoría de edad: hacerme donante de sangre y sacarme el carné de conducir. Para lo primero no hubo problemas pero sí para pagar las clases y las prácticas en la autoescuela. Era demasiado esfuerzo económico en casa como para pedirlo después de estar pagándome los estudios, así que esperé hasta que hube ahorrado lo suficiente. Me lo saqué casi a punto de acabar la carrera. Quizás por eso me hizo más ilusión que si lo hubiera obtenido a los 18.
Lo mismo me pasó con el primer coche, comprado con los ahorros de becaria. Aún recuerdo cuando, tras muchos meses, pude instalarle un radiocasete. Creo que pocas veces he estado tan contenta. Habían pasado muchos días y semanas deseándolo, pensando en ello cada vez que subía al coche e imaginando cómo sería conducir escuchando música. Ni siquiera un equipazo de música que compré con el siguiente coche me haría sentir lo mismo que ese modesto radiocasete.
Por eso, desde hace años, cuando quiero algún capricho tardo mucho en dármelo. No sé si Freud tendría una explicación para esto pero para mí es muy clara: a veces el deseo nos da más felicidad que la obtención de lo deseado. Pasar tantos ratos pensando en un coche que nos gusta, un vestido o un viaje; dedicar horas a visualizarnos en él, a soñar despiertos que se hace realidad y a planificarlo significa multiplicar la alegría de tenerlo. Es dilatar la satisfacción.
Lo mismo nos sucederá hoy a muchos. A los militantes o simpatizantes políticos que vean cumplido su sueño pero también a los ciudadanos que queremos dejar de angustiarnos o, al menos, saber que las cosas van a cambiar. Yo misma no quiero que pase el día. Preferiría que el tiempo se detuviera, no para celebrar nada sino para mantener la esperanza.
Hasta hoy, hasta mañana, siempre nos queda la ilusión de que tras el 20-N las cosas sean distintas. Quizás después, ni eso.