Los rusos han vivido décadas de presión soviética sobre la fe. Las generaciones actuales, desde Siberia hasta Mongolia y desde los Urales hasta el Pacífico, han crecido bajo el ‘mantra’ de que la religión era el opio del pueblo. El comunismo pregonaba la libertad pero no la libertad religiosa porque, para el Partido, era una contradicción in terminis.
Sin embargo, desde que llegó a Moscú una reliquia -un cinturón cosido por la Virgen- que se conserva en el monasterio del Monte Athos, en Grecia, no ha parado de llegar gente para venerarla.
Se podrá decir que hay mucho de superstición en torno a ella porque le atribuyen efectos milagrosos como la curación de la infertilidad. También puede argüirse que cualquier exposición de algo extraño o simbólico atrae a un público curioso. No solo en el contexto religioso. Las colas para hacerse una foto con la Copa del Mundo de fútbol aquí en Valencia también eran considerables. Pero ¿tanto como para pasar más de 24 horas bajo el frío brutal de la Rusia bajo cero? Cuesta creerlo.
Lo llamativo es que buena parte de esa cola -descontando a quienes no les mueve un factor religioso- han vivido o crecido en un entorno no solo de eliminación de lo religioso sino de descrédito de la acción de creer. Y, sin embargo, creen.
Tal vez su fe no sea muy madura y se vea acrecentada por esta sensación de final de ciclo que nos asemeja a nuestros congéneres de la Edad Media. Por entonces, una reliquia era un seguro para un monasterio o iglesia, imprescindible para las peregrinaciones y visitantes que mantenían la economía del lugar. Para los fieles era la forma de establecer un vínculo palpable con la divinidad. El objeto la hacía visible y creíble.
Sería preocupante, pues, que hubiéramos vuelto atrás, aunque dé una apariencia de éxito a una religión. Ante esa posibilidad, casi preferiría que fuera solo una nueva forma de espectáculo y de turismo religiosos.