Uno de los rasgos de nuestro tiempo es la eliminación de lo religioso del espacio público. Sin embargo esa tendencia viene acompañada del fenómeno opuesto: la adopción de modos religiosos en el entorno laico. Solo así se entienden los ‘bautizos laicos’, las ‘beatificaciones’ de la opinión pública o la asunción de roles religiosos en actos civiles.
Esa es la sensación que me dan las intervenciones en actos institucionales de algunos políticos, como la de José Bono en el Congreso. Es verdad que a Bono siempre le ha gustado pontificar y que no resulta sospechoso habida cuenta de su condición, nunca ocultada, de católico, pero ayer me parecía estar escuchando a un predicador dominico desde el púlpito de alguna gran catedral. Con peor dicción, sin duda.
Bono sermonea cada vez que habla, pero en sus despedidas une cierta lírica, emotividad y reconvención que dan al discurso un tono de Lincoln Memorial, a lo Luther King.
Ayer, volvió a hacerlo mientras adoptaba el papel patriarcal de presidente de la república, presidente del PSOE o presidente ad aeternum. No sé muy bien si pretendía estar por encima del bien y el mal o, por el contrario, se postulaba para estar en medio.
Sus palabras de reconocimiento a Zapatero fueron un punto excesivas. Una cosa es agradecer los servicios y sacrificios personales y familiares inherentes al cargo y en circunstancias especialmente difíciles y otra, adelantar acontecimientos.
Es cierto que solo con el paso del tiempo se aprecia verdaderamente la contribución de un político. No hay más que recordar cómo salió Suárez del gobierno y cuánto se le reconoce ahora. Más si tuviera salud para saberlo.
Sin embargo, que un país ahogado por el paro y por la previsión de dolores futuros escuche que Zapatero ha dado lo mejor de sí y que todo se verá cuando se calme la tormenta produce cierta incomodidad. Si es así, se verá. Pero si no, ya lo estamos sufriendo.