Ahora dirán que estaban todos pendientes del teléfono por si llamaba Mariano. Como si fuera un concurso de la radio que da premio al que contesta “Sí, quiero”. Pues ni por ésas. Que no me cuenten milongas. Ni reuniones del partido en Madrid, ni ocupaciones varias en día tan señalado. Ayer a Camps lo dejaron solo. Pero solo, solo, de toda soledad.
“A mis soledades voy/de mis soledades vengo/porque para estar conmigo/me bastan mis pensamientos”, habrá recitado el expresidente mientras esperaba a que el jurado se constituyera.
Por no estar no estaban ni quienes, durante meses, le convencieron de que no se preocupara porque todo era cosa de la bancada diabólica de Les Corts, ésa sulfúrea que tira piedras y cita los Evangelios. El nombre en vano. El Señor los tenga en su gloria.
Es lo que tiene el poder, como denunciaba Salazar en su “Belvedere”. Un día le gritan “hosanna” y en apenas una semana exigen a Pilatos que lo crucifiquen.
Ya sé que los suyos, sus amiguitos del alma, no han pedido su cabeza públicamente, pero ya no le hacen ascos a Barrabás. Por eso silbaron mirando para otra parte cuando Génova levantó la espada y ahora lo dejan solo en el Gólgota.
Solo algunos “ex”, que tienen poco o nada que perder o que ya lo han sido todo, y Juan Cotino, que ha recorrido muchas veces la Vía Dolorosa meditando sobre la soledad del Crucificado, se han dejado ver con él. Eso sí es un alma amiga. Lo otro, satélites del poder, la lección más amarga que habrá aprendido Camps en estos años.
No parece el momento de hacerse notar, justo en las vísperas de saber quiénes son los elegidos para la gloria. Lástima que la lealtad sea un valor en horas bajas. Yo, si fuera Rajoy, mediría a los colaboradores por su capacidad de no plegarse al qué dirán en el partido, de defender a un compañero en los peores momentos y de arriesgarse por otro, no por alcanzar otra poltrona. O por no perder la presente.