Supongo que me hubieran rechazado como jurado. Y más viendo el cuestionario al que sometieron a todos los candidatos: que si apoya usted el aborto, que si acepta el matrimonio gay, que si tiene todos los discos de Justin Bieber o que si se le enamora el alma con las campanadas de la Pantoja. Hubiera suspendido, seguro. Yo es que soy más de la capa de Ramonchu.
Sin embargo, hubo un día en que me hizo cierta ilusión. Un día. No es metáfora. Uno. Fue el día en que se dijo que el juicio a Camps iba a ser con jurado. En ese momento pensé que sería interesante, como periodista, verlo desde dentro, desde las tripas exactamente y no a través de un plasma ni de un “tuit”. Luego me di cuenta de que, precisamente por eso, no sería conveniente. Aunque tenía morbo.
Ayer me terminé de convencer. Viendo los argumentos de unos y otros y el tostón de horas que estuvieron primero para ser elegidos, que tardaron más que Rajoy en escoger ministros, y después para contarles lo que fiscalía, acusación y defensa decían que eran los hechos, -y todo eso, con un simple café con croissant- pensé que, como los grandes partidos, se ve mejor desde casa.
Si yo tengo que oír casi en ayunas que para comprar un traje hay que elegir color; que Camps es un rácano y que cuando no tiene suelto se lo pide a su mujer como cualquier hijo de vecino, creo que hubiera terminado por exigir a Climent que, al grito de “¡que le corten la cabeza!”, fulminara a defensa y acusación.
Y lo que es peor: hubiera decidido mi veredicto de culpabilidad desde el primer día. Yo es que, cuando tengo hambre o me despiertan de la siesta, veo culpables por doquier.
Por eso es mejor no haber sido elegida. La defensa habló a la hora del aperitivo. Malo. Pero es que Camps lo hizo en plena modorra de sobremesa. ¡Peor! En esas condiciones, me hubiera quedado con la Fiscal. No por conseguir convencerme, sino por evitarme un enfado supino.