¿Cuánto valen su salud y su familia? Piénselo. Resulta difícil poner una cifra, ¿verdad? Por eso se me heló la sangre cuando escuché a Víctor Campos decir que, siendo inocente, se autoinculpó para acabar con “el drama personal” que suponía el asunto de los trajes.
¿Qué son nueve o diez mil euros a cambio de una vida sin la tortura constante de una acusación no verídica? No estoy diciendo que sea inocente. No soy quien para decir eso ni lo contrario pero ¿y si lo fuera? ¿Y si no tuviera nada que ver?
Si eso fuera cierto, la desproporción de la que habla es gigantesca. La defensa de la inocencia frente a una culpabilización ya decidida por el oponente político, tal vez por el instructor o la fiscalía –a tenor de lo que se ha visto hasta la fecha en el juicio- y por los medios de comunicación que admitieron el indicio como veredicto inapelable es sencillamente inviable. Como se ha visto.
No sé si es inocente pero ¿y si lo fuera? Ninguna fidelidad política merece un infarto, el dolor de la familia y el descrédito público si uno es inocente. Por eso no me extraña que decidiera terminar.
Ni siquiera un juicio asegura justicia. Ya sé que hemos de confiar en que así sea pero no quisiera yo ser sometida a un jurado popular que lleva tres años asistiendo al escarnio de los implicados.
¿Cómo sustraerse a todo lo conocido? Es más, si en Derecho Penal se diferencia al juez instructor de aquel que enjuicia para evitar la contaminación de lo sabido durante la instrucción, ¿qué hacemos con un jurado que ha conocido la instrucción a base de filtraciones interesadas acompañadas de un corifeo acusador?
Si el Derecho establece garantías para asegurar la ecuanimidad del juzgador, ¿podemos afirmar que esas garantías se hayan aplicado a este caso? Del mismo modo, el sistema defiende que mejor un culpable libre que un inocente condenado. Si Campos tiene razón, aquí han fallado los principios básicos.