La “gloria mundi” no reside en una portada de Time y, aunque algunos no lo crean, ni siquiera está en una de Interviú. Por lo que estamos viendo últimamente, el triunfo y la fama aguardan entre las figuras y telas inanimadas del museo de cera.
Reconozco que a mí nunca me gustaron esos museos que conservan la efigie disecada de los grandes personajes. Yo prefiero ver sus ropas, sus enseres y sus palacios e imaginarlos paseando por allí.
Prefiero recrear a Felipe II en El Escorial que verlo en estatua impertérrita. O bajar al foro romano y entornar los ojos para escuchar el griterío y a los generales victoriosos atravesándolo por la Vía Sacra. Yo soy muy de flash-backs imposibles. Me gusta viajar y me gusta la Historia así que mi imaginación suple la única afición que no puedo permitirme: viajar en el tiempo.
Sin embargo, no me motivan los museos de cera. Ni siquiera fui al de Madame Tussads en Londres cuando estuve por allí. Debe de ser algún trauma infantil con el tren de la bruja al que tampoco tuve nunca afición. Asco de telarañas, fundamentalmente.
Por todo ello no me preocupa lo más mínimo que Urdangarín esté de consorte, de deportista o junto al Dioni en el museo de cera de Madrid. Lo mismo me ocurrió con Marichalar que ni sabía dónde paraba ni veo por qué tiene que estar, ya puestos, en la barrera de una plaza de toros.
Ahora dicen que el siguiente es el muñeco de Zapatero que, por falta de espacio, tendrá que ir al almacén para dejar paso a Rajoy. Eso es lo que tiene la fugacidad del poder mundano. Hoy estás arriba, a punto de una conjunción planetaria, y mañana te llenas de polvo en los sótanos de un museo.
Me pregunto por qué no tenemos la costumbre social de hacer catarsis con esas estatuas. Si la Inquisición quemaba en la hoguera un muñeco del hereje en rebeldía, podríamos hacer lo propio y ver derretir su sesera para conjurar los malos fantasmas del pasado.