Tanto temer que el golpe llegara de Madrid y resulta que el hachazo lo hemos recibido en toda la crisma y en casa. Lo dice una que no es ni funcionaria ni interina pero a la que se le pusieron ayer los pelos como escarpias al conocer las medidas del Consell en relación a esos dos grupos.

Entiendo algunos recortes que, aunque con sacrificios, pueden ser asumidos por los protagonistas, por ejemplo, ayudas para la compra de gafas o la imposibilidad de prolongar la vida laboral tras cumplir la edad de jubilación. Sin embargo hay otras que producen una inquietud indescriptible. Por dos razones: por solidaridad con quienes lo sufren y por el precedente que crea para los demás.

Me refiero a decisiones como no pagar nóminas de verano a profesores o no cubrir el 100% de la baja laboral. Son líneas rojas que no deberíamos cruzar. Esas propuestas nos remiten inevitablemente a estereotipos que creíamos superados como el mito de las vacaciones interminables del profesor o las bajas médicas como periodos de asueto. Ni es cierto que el trabajo de un docente acabe el 30 de junio ni ¡mucho menos! que tomarse una baja sea la opción preferida de vagos y maleantes.

A eso se une el incremento entre el funcionariado del único factor de riesgo laboral del que estaban protegidos: la inseguridad. Eso lo conocemos bien en el sector privado donde el trabajador puede encontrarse en la calle en apenas diez minutos. El tiempo que tarde en comunicársele el despido.

Es cierto que quien ganó una plaza pública era inmune a ese temor pero también crea inseguridad que de la noche a la mañana se supriman planes de pensiones, se reduzcan jornadas o se congelen sexenios. Ya sé que todo eso no es nada en comparación con la posibilidad de perder el puesto de trabajo y no recuperar ni siquiera otro de menor cualificación pero si se admite que sus bajas no se paguen enteras ¿cómo evitar que se universalice la decisión?