Doña María era una anciana con Alzhéimer que se perdió en Valencia a finales de los 80. Como suele ocurrir, no recordaba sus apellidos; solo su aldea de Cuenca y el nombre de pila del marido. Así fue como la encontró la Policía Local en la Alameda en medio de la noche.
Solo con esos datos era casi imposible localizar a su familia. Sin embargo, los agentes no se rindieron y entre vasos de leche caliente para la anciana y paciencia, para los rastreadores, buscaron el modo de devolverla a los suyos.
No fue fácil. Llamaron a la aldea pero allí no había policía y solo podían preguntar por “Doña María, que había venido a Valencia por su marido”. Por fin alguien, de entre los 100 habitantes de la localidad, dijo recordarla. ¡Eso había ocurrido 40 años antes!
Así fue como averiguaron el apellido y, de ese modo, llegaron hasta la hija cuya denuncia por la desaparición de la madre podía haberse perdido en el tiempo por la imposibilidad de cruzar sus datos con la desmemoria de la protagonista.
¿Por qué cuento esta historia? Porque a veces el juicio que hacemos sobre la realidad es parcial e injusto. Como el de una servidora al leer en informaciones de agencia que había aparecido el cuerpo de una mujer flotando en el puerto valenciano tras deambular desorientada.
En la columna me quejaba de la ausencia de policías que patrullaran a pie la noche valenciana, pero, al día siguiente, un inspector de la Policía Local que se encargaba precisamente de ese turno me explicó cómo, desde el coche, también velan por los valencianos. Lo hizo, además, con una infinita paciencia, sin obviar detalles que una neófita desconoce, y con una delicadeza tan grande que solo leerlo daba tranquilidad.
Para ejemplificarlo, me explicó la historia de la señora María. Una historia que, por cierto, habla de funcionarios abnegados más allá del puro trámite, no de vividores apoltronados y refugiados tras una ventanilla.