Los funcionarios, en el Palau de Fuentehermosa; los trabajadores de Canal 9, en el despacho del director general o los libreros, frente a la consellería de Educación. Ayer Valencia parecía celebrar el “día de la ira”. Y diríase que hemos empezado a protestar demasiado pronto y demasiado tarde, valga la paradoja. Es pronto porque esto no ha hecho sino comenzar; nos seguirán exprimiendo. Y es tarde porque el despilfarro debía habernos indignado más y hace más tiempo.
Sin embargo ¿de qué sirve la ira? Hubo un tiempo en que hablábamos mucho de “crispación”. Todo eran reproches entre diputados, portavoces o representantes públicos. Por entonces parecían dos mundos paralelos: el político, en continua guerra de guerrillas contra el oponente; el ciudadano, tranquilo, pacífico y conviviendo con normalidad con su vecino.
Hoy ese clima ha cambiado. Es el momento en el que empezamos a vislumbrar algo preocupante: la crispación llega a la calle. Era preferible la otra porque siempre es ficticia, incluso cuando es real. Es la representación necesaria que deben desarrollar los políticos para hacerse creíbles y, sobre todo, para diferenciarse del contrario. En cambio entre los ciudadanos no hay ficción. Y, si se impone para caldear los ánimos, las consecuencias a largo plazo pueden ser negativas.
Ahora, además, asistimos a un fenómeno curioso: ya no es el ciudadano el que se enfada con sus pares. Es la crispación de los votantes hacia los votados.
Entre políticos no hay problema porque, salvo en los parlamentos de Ucrania o de Corea del Sur, las diferencias no les llevan a enzarzarse. Entre ciudadanos, sin embargo, habíamos visto que la crispación política llevaba a debates cada vez más airados pero no hacia los dirigentes.
Es natural, pero es un camino que tiene sus riesgos. Exigir es necesario. La resistencia, imprescindible pero la furia debe templarse, nunca instalarse en la vida social.