Pocas imágenes resultan más inconvenientes que la de un juez sentado en el banquillo, aunque, siendo letrado, no se siente físicamente en él. Es inquietante porque los profesionales de la Justicia saben mejor que nadie cuáles son los límites de ésta. Por tanto de ellos se espera, más que de cualquier otro, que no los sobrepasen ni por una buena causa.
Es la misma inquietud que produce ver a un policía detenido, a un sacerdote acusado de abusos sexuales o a un responsable de tráfico superando la tasa de alcoholemia al volante. Si ellos lo hacen ¿qué podemos esperar?
Sin embargo, hay algo en esa imagen que, paradójicamente, ofrece tranquilidad. Es la convicción de que realmente la Justicia es igual para todos y, por tanto, ni siquiera un juez puede saltarse las normas para llevar adelante su investigación.
Esa es la primera reflexión que produce ver a Garzón en el Supremo, como en su día fue ver a Gómez de Liaño tras procesar a los responsables del Grupo Prisa.
Ahora bien, la segunda también es común a aquel caso y a éste. Es la incomodidad de ver convertida la acción de la Justicia en el linchamiento de un juez por perseguir a alguien demasiado poderoso. Ése fue el argumento que en su momento utilizaron quienes defendían la honorabilidad de Gómez de Liaño y el que utilizan ahora los grupos en apoyo de Garzón.
No soy jurista y no sé si Garzón actuó bien. Tengo mi propia opinión sobre el juez: buena, tras leer la biografía de Pilar Urbano y menos buena tras ver esa exaltación heroica de su figura, pues me dan alergia los héroes aclamados en olor de multitud cuando ésta increpa a quien no comparte la admiración por él.
Lo que sí sé es que afirmar, como Chacón, que se le persigue por luchar contra la corrupción o contra el franquismo, como dice Cayo Lara, es poner en cuestión toda la Justicia o reducirla a quienes resuelven a favor y eso es un peligro mortal para la democracia.